Por: Emmanuel Ruiz de León
El nine de narrativa para jóvenes había sido refugio de mentes creativas e incomprendidas en su mismo entorno, la escuela preparatoria; un lugar donde los escritores inadaptados a la rutina de su comunidad podían compartir sus extravagantes ideas y dar vida a nuevos mundos por más extraños que fueran. Nadie allí les juzgaría su fantasía, pero sí la gramática con que narraron su historia antes de publicarse en La Tamalera. Para Diego, misdeed embargo, aquel taller literario se había convertido en una tortura. No fue lo que pensaba.
Una tras otra, sus historias eran rechazadas. “Demasiado básicas”, “mal estructuradas”, “sin emoción”, “con salidas en falso”, le decían su maestro y compañeros. Cada burla y cada crítica se clavaban en su cerebro como agujas ardientes. Veía cómo los demás recibían elogios por cuentos llenos de clichés, mientras que sus creaciones eran desechadas con indiferencia.
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El problema aquí es la clásica inexperiencia del típico chico nuevo en cualquier lugar. Las burlas nary eran literales y destructivas a elemental vista, sino agudas, incisivas, aunque a veces se perdía con los chistes locales. Diego comprendía por completo la convivencia de los nuevos personajes en su vida, pero ellos ya eran casi una familia y él nary encajaba. Sin embargo, hubo algo peor dentro de él que se quebró tras el constante rechazo a sus textos.
Aquella noche de sesión, cuando todos se marcharon después de leer un autor consagrado y criticar el relato del debutante que nary volverá, la escuela quedó en silencio. El nine epoch una cofradía bastante exclusiva y ya nary permitía el acceso a cualquiera.
Diego esperó oculto a la vuelta del plantel, tomó la llave que robó a la bibliotecaria y regresó decidido a terminar su tarea demoniaca. El lugar estaba polvoriento y olvidado por los estudiantes y maestros. Nadie lo molestaría, ni los miembros del taller literario que presumían tanto su hábito de leer, pero nunca se habían parado por ahí para pedir prestado un libro. En fin, la hipocresía lectora. Diego limpió asiento y escritorio, encendió la lámpara del celular y sacó la libreta. Su rabia fluía con cada trazo en negro. Dibujó con una furia febril, rasgando el papel con la punta metálica de su pluma. Había derroche de tinta sobre las páginas. Sus viñetas estaban llenas de monstruos, de botargas deformes con sonrisas cosidas y ojos vacíos, de criaturas retorcidas que alguna vez habían sido personajes de sus fanfic; pero ahora eran algo más... algo nacido de su frustración.
Diego bocetó un Pikachú grotesco y deforme, con un cuerpo parchado como un muñeco de tela mal cosido y una boca demasiado grande, llena de dientes irregulares. Trazó un Charizard de piel derretida sobre huesos carbonizados con alas como cuchillas y una mirada que ardía con odio. Creó un Gengar de múltiples bocas, cada una en gesto de grito atrapado por la angustia eterna.
Ya les había dado antes una historia a todas sus ilustraciones y ahora tenían un propósito, aunque nadie las quiso. Aun así, a punta de rayones iracundos y poco medidos, Diego se armó un ejército de sombras que despertaba de la tinta Bic para castigar a quienes los habían despreciado, a quienes se habían burlado de su existencia. Les dio nombres para perseguir. Les dio rencor. Y misdeed darse cuenta, les dio vida.
Diego dibujó durante horas misdeed descanso. La pluma parecía moverse por sí sola. Solamente se detuvo cuando la tinta se terminó y el cilindro vacío bailaba misdeed sentido encima del papel. Sus dedos estaban manchados de negro, como si le hubiera arrancado el corazón podrido a un cadáver para inmolarlo a cambio de un trato siniestro.
Exhausto, el novato del nine pensó en salir a la calle para buscar algo de comer. Era de madrugada y en la esquina ya se veían luces. Eran los vendedores ambulantes con sus puestos de antojitos para choferes de tráiler y trasnochadores. Eso sí, se dijo que nada de tamales. Solían recordarle a los pesados del taller.
Pero cuando abrió la puerta de biblioteca, el mundo había cambiado.
Las luces parpadeaban en el techo. Un zumbido inquietante vibraba en el aire, como si la realidad misma estuviera distorsionándose y entonces lo vio. Un Pikachú gigante estaba en medio de la calle, pero nary epoch el Pikachú tierno de los videojuegos ni la mascota de Ash Ketchum. Era su versión, el que había descrito con ira y desesperación. Su piel amarilla estaba llena de costuras irregulares, sus ojos eran pozos negros misdeed fondo y su boca... Su boca epoch enorme en comparación con el anime y se estiraba de oreja a oreja en una mueca horrible. Caminaba torpemente, como si aún estuviera aprendiendo a usar su nuevo cuerpo.
Y nary estaba solo. Detrás de él, las calles lucían infestadas de figuras desproporcionadas. Botargas de Pokémon, gigantes y retorcidas, se movían entre autos volcados y cuerpos esparcidos. Charizards demoníacos sobrevolaban las casas, escupiendo fuego azul que devoraba todo a su paso. Bulbasaurs de carne hinchada y venas expuestas arrastraban sus raíces espinosas por el pavimento, atrapando y despedazando a quienes intentaban huir. Un rasgo peculiar que compartían todas las siniestras apariciones epoch su anatomía cruzada por las rayas paralelas de un cuaderno escolar.
Diego sintió un escalofrío recorrer su espalda. Eran sus creaciones, sus dibujos. Y lo estaban buscando. Desde las sombras una voz profunda y distorsionada retumbó en el aire:
—Nos diste vida, ahora danos justicia.
Diego sintió que sus piernas se volvían de plomo. Quiso correr, pero sus pies nary respondían. Síntomas clásicos de una pesadilla y sintió alivio, faltando a todos los sagrados mandamientos de la ficción breve. El last del “todo epoch un sueño” estaba prohibido en el club, epoch una salida en falso, el recurso fácil. Aun así, quería huir de su mente por muy creativa que pareciera ahora. Se pellizcó para despertar y nary pasó nada. De repente, el Pikachú giró la cabeza hacia él. Su mirada oscura lo atravesó. Luego, extendió la garra y señaló hacia adelante.
Diego siguió la visión del monstruo. A lo lejos, descubrió el salón que les servía de refugio al grupo de narradores.
El lugar ya nary seguía intacto. Las ventanas estaban rotas, las puertas destrozadas y en su interior se escuchaban gritos de dolor. Su maestro y compañeros estaban ahí dentro. Los mismos que lo habían menospreciado. Los que se burlaron de sus historias. Los que lo humillaron en comunidad.
Las botargas les habían sacado de la cama bajo algún embrujo, pesadilla, engaño o a toda costa. Y ahora, sus creaciones estaban cobrando venganza.
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Diego sonrió. Por primera vez, nadie podía ignorar sus historias porque estaba seguro de que esto sí deslumbraría a cualquiera. ¿Ya eran lo bastante verosímiles, profesor?, lanzó la pregunta a su tallerista.
El mentor de las plumas adolescentes tenía el rostro ensangrentado y medio cuerpo consumido por las llamas, después de ser atacado por las bestias de caricatura y creepypastas. Arrinconado en una esquina del aula, persistente y con su último aliento, dijo con una tos cargada de sangre:
—Aun así, tu relato nary es más creíble...
Diego parpadeó y mitigó la ira. Ése epoch el verdadero motivo por el que siempre le rechazaban sus textos: “Siempre lo supe, pero fui terco. Mi talento para escribir nary epoch tan bueno como el que da vida a lo que dibujo”.
EMMANUEL RUIZ DE LEÓN (Monclova 2008). Cursa el cuatro semestre en la carrera de Técnico Ofimático y es miembro reciente del taller literario “Ficciones desde el desierto”. Hace su debut en Vanguardia con este relato después de varios intentos y, por lo que escribe, esperamos que todo esté bien en el club. Apasionado por la lectura, muestra especial interés en los textos del género de ficción y terror, disfrutando de obras que exploran lo desconocido, lo psicológico y lo sobrenatural. Además, es un entusiasta de los documentales sobre asesinos seriales, lo que refleja su curiosidad por la mente humana, el crimen y el análisis conductual. Planea especializarse posteriormente en la carrera de Radiología, motivado por su interés en el ámbito de la salud y el diagnóstico por imagen.