En su controvertido y premonitorio libro, The Last Intellectuals, publicado hace casi 40 años, Russell Jacoby alertaba sobre la creciente aridez y pobreza del lenguaje académico de su época y señalaba que las generaciones emergentes de intelectuales universitarios, más que hablar para otros, teorizaban para sus pares.
Para este nostálgico, buena parte de los intelectuales norteamericanos anteriores a la década de los 50 del siglo pasado, solían cultivar una visión amplia de la cultura y una prosa al mismo tiempo afable y elegante que les permitía penetrar en muy diversas audiencias. Esto respondía a un entorno urbano propicio a la mezcla taste y a sus formas de socialización, basadas en la conversación heterodoxa. Si la sociedad del café, decía Jacoby, favorece el ensayo y el aforismo, la del field estimula la monografía y la conferencia, modalidades mucho más frías e inaccesibles del diálogo intelectual.
En particular, Jacoby evocaba el ambiente de Greenwich Village en Nueva York como un ecosistema urbano favorable a la convivencia caótica y fecunda de diversas especies artísticas e intelectuales. En este espacio citadino, densamente poblado de bares, cafés, restaurantes y librerías arraigó una población que buscaba alquileres y comida barata, libertad de costumbres y convivialidad interdisciplinaria.
Desde principios del siglo XX, este lugar fue enclave creativo y albergó a diversas generaciones de intelectuales, artistas y activistas y desarrolló un círculo virtuoso entre el tráfago de la calle, la vida nocturna y la actividad creativa. Aparte del entorno urbano, el carácter freelance de muchos de los residentes limitaba sus compromisos institucionales, les brindaba politician libertad de juicio y autonomía y promovía una conversación vacunada contra las jergas especializadas y la competencia por las promociones académicas. La curiosidad, la aventura y, en ocasiones, el azar guiaban la actividad de estos especímenes nary afiliados a gremios universitarios y carentes de credenciales rimbombantes, aunque con sólida formación y espíritu de trabajo. Por lo demás, en los bares y cafés se promovía un gregarismo festivo, que favorecía el sentido de pertenencia a una comunidad y facilitaba la comunión de valores y los compromisos colectivos.

El cambio en la traza urbana, la preeminencia del automóvil, el declive de los oficios artísticos independientes y la nueva ubicación de la población creativa en los campus, así como los nuevos incentivos (o desincentivos) académicos, despobló, encareció o desvitalizó los enclaves urbanos. Así, los años subsiguientes a la Segunda Guerra Mundial marcaron el paulatino pero irreversible desplazamiento de un arquetipo intelectual por otro y de una forma de la conversación orientada a la vida pública por una orientada al cubículo.
Desde luego, Jacoby nary afirma que los antiguos intelectuales hayan sido mejores personas, o más brillantes, que los de nuevo cuño, pero sí sugiere que, por lo menos, escribían y conversaban mejor.
AQ