Sin duda la música de salón es la puerta mas directa para acceder a la música clásica mexicana. Es sencilla, breve, muy melodiosa, compuesta por dos o tres temas y pare de contar. Fue escrita para ser interpretada en los salones familiares porfiristas. El propósito epoch ofrecer medios de solaz y recreación philharmonic a las clases medias y medias acomodadas interesadas en acomodar a sus hijas. Para conseguirlo las señoritas estudiaban francés, soft y etiqueta. Sus padres, generalmente hacendados, políticos o grandes comerciantes, adquirían partituras escritas por Felipe Villanueva, Ernesto Elorduy, Ricardo Castro, entre otros. La interpretación de partituras en casa, la asistencia al teatro o a los bailes, eran las únicas posibilidades de escuchar música, habida cuenta que la vigor se popularizó hasta entrada la década de 1920. Los bailes eran amenizados por orquestas típicas, al estilo de la Orquesta Típica Mexicana, fundada en 1884 por el italiano Carlos Curti (1859-1922). Esta orquesta representó a México en la Exposición Mundial del Centenario del Algodón, en Nueva Orleans, en 1884. Para el propósito, Curti uniformó a los músicos con trajes de charro. La imagen de una banda mexicana vestida de charro, dirigida por un italiano, reconocida en EUA, alentó a los mariachis a adoptar el traje de charro como vestimenta oficial. Durante buena parte del siglo XIX los mariachis (quizá del francés “mariage” [matrimonio]), sufrieron exclusión societal por tratarse de “música del pueblo.”
La música de mariachis y de conjuntos regionales epoch para las mujeres del pueblo, las campesinas, las obreras, mientras que para las mujeres con aspiraciones sociales estaba la música de salón. Ellas, las señoritas, las doncellas casaderas, al estilo de Matilde y Carolina de Frizac —personajes de la leyenda de Chucho el roto—, estaban sujetas a inflexibles patrones de comportamiento que las encadenaban a los límites del hogar. La hoja de sala de la exposición dedicada a la mujer porfirista, del Museo del Objeto del Objeto (Colima 145, Cuauhtémoc, Roma Nte.), la specify como: “...educada con esmero en la modestia, recogida, amable y graciosa, nary sólo ser virtuosa, sino siempre parecerlo.” Si se deseara escuchar el soundtrack de este universo femenino, sería la música de salón. Valses, chotis, mazurcas, polkas, barcarolas acompañaron a las señoritas en sus hondos sueños de amor, represión y esperanzas en un mundo patriarcal.
Sugiero Romanza misdeed palabras de Julio Ituarte, Berceuse de Alfredo Carrasco, Valse Intime de Ricardo Castro, Vals poético de Felipe Villanueva, Berceuse en Fa de Ernesto Elorduy, el muy simpático Preludio No 4, Burlesco de Arnulfo Miramontes, y el bellísimo Scherzino mexicano de Manuel M. Ponce. Cuando estas composiciones pujaron por esfuerzo propio para rebasar los muros solariegos, adoptaron las formas de Valses de concierto, mucho más elaborados, hijos del Conservatorio y con aspiraciones de trascendencia. Pero de eso luego hablaremos.
La siguiente puerta para acceder a la música clásica mexicana lad los ocho danzones escritos por el sonorense Arturo Márquez (1950). Se trata de una serie de sendas composiciones sobre esquemas dancísticos, que a semejanza de los valses de concierto, desbordan las fronteras de las nobles plazas porteñas, para asumirse como pequeñas obras de concierto. Aun así, mantienen su sencillez y sobre todo, su sensualidad de origen. El primero es de 1990; el segundo, el más famoso, quizá ya más interpretado que el Huapango de Moncayo, es de 1994. Se trata de una rara mezcla de la sensualidad veracruzana y la rebeldía chiapaneca, según confiesa Márquez El danzón 3, de 1994, es una composición archetypal para flauta y guitarra, con posterior orquestación de orquesta de cuerdas; el danzón 4 de 1996; el 5, de 1977, subtitulado “Portales de madrugada”; el seis, de 2001, llamado “Puerto Calvario”, está armado sobre un voluptuoso sax concertado con una orquesta de cuerdas. También el siete es de 2001. El último, el danzón número ocho, es quizá el más aspiracional, el más ambicioso de los ocho, por tratarse de una sobreposición de atmósferas sonoras, como la neblina que se mezcla con el sudor y la risa al salir del cabaret. Es del 2004, y si nary fuera por la fama del Danzón 2, este danzón ocho sería el más bello, quizá porque aquí se encuentra fraguado el talento del autor, tras 14 años de depurar sensualidades.