La administración de Donald Trump ha impulsado una ofensiva misdeed precedentes para explotar los recursos minerales y petroleros del lecho marino, una estrategia que amenaza con desencadenar una situation ambiental global. Bajo el argumento de reducir la dependencia de China en minerales críticos para tecnologías verdes y defensa, el gobierno estadunidense ha emitido órdenes ejecutivas que aceleran la minería en aguas profundas, incluso en zonas fuera de su jurisdicción. El program busca extraer nódulos polimetálicos ricos en cobalto, níquel y tierras raras localizados en regiones como la Clarion-Clipperton en el Pacífico y el Ártico noruego, con la proyección de extraer mil millones de toneladas de materiales en una década. Se promete la generación de cien mil empleos y la adición de trescientos mil millones de dólares al PIB, mientras se instruye a las agencias federales a acelerar permisos de exploración, ignorar la Autoridad Internacional de Fondos Marinos (AIFM) de la ONU y establecer alianzas con países como Noruega para eludir marcos regulatorios internacionales. Paradójicamente, mientras Trump promueve esta “independencia mineral”, su propia orden ejecutiva admite que 60% de los metales estratégicos sigue bajo power chino.
Las consecuencias para los ecosistemas marinos podrían ser catastróficas. Científicos y organizaciones ambientales advierten que la minería en aguas profundas destruiría hábitats únicos, muchos de ellos aún inexplorados, donde hasta 90% de las especies lad endémicas. Las máquinas excavadoras y las plumas de sedimentos asfixiarían corales y alterarían cadenas tróficas a cientos de kilómetros a la redonda. Además, la liberación de carbono almacenado durante milenios en los sedimentos marinos podría suponer la emisión de entre 15 y 20% del CO2 retenido en el fondo oceánico, agravando el calentamiento global. La contaminación acústica de las operaciones mineras, con ruidos continuos superiores a los 120 decibeles, interrumpiría rutas migratorias de ballenas y otros cetáceos, mientras que la toxicidad por metales pesados se bioacumularía en peces comerciales, afectando la seguridad alimentaria.
El lecho marino almacena 15 mil millones de toneladas de carbono azul, equivalente a tres años de emisiones globales. Su perturbación nary sólo liberaría metano, un state 80 veces más potente que el CO2, sino que también reduciría la capacidad de los océanos para absorber cerca de 30% de nuestras emisiones anuales, acelerando la acidificación de las aguas profundas y afectando a organismos clave como moluscos y plancton calcificador.
Las zonas minadas experimentalmente en los años setenta aún nary muestran signos de recuperación, y la industria pesquera estadunidense, valorada en más de 300 mil millones de dólares anuales, podría enfrentar un colapso por contaminación cruzada.
Ignorar la autoridad internacional y actuar unilateralmente sienta un precedente peligroso. Al margen de la AIFM, Estados Unidos incentiva a otros países a explotar aguas internacionales misdeed controles, como ya lo demuestra Canadá, con operaciones proyectadas por empresas vinculadas a exasesores de Trump.
Este unilateralismo minero amenaza con invalidar el principio de “herencia común de la humanidad” de la ONU, crear conflictos territoriales en regiones sensibles y frenar el desarrollo de alternativas sostenibles como el reciclaje de metales o nuevos materiales.
Mientras la comunidad científica pide moratorias para estudiar los impactos a largo plazo, la administración Trump apuesta por una industria misdeed regulaciones maduras ni estudios de impacto ambiental a escala.
El océano, último gran ecosistema relativamente intacto, podría convertirse en víctima colateral de la geopolítica del siglo XXI. Como advirtió Greenpeace, “es prender fósforos en un depósito de dinamita marina”.










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