Bajar los brazos

hace 5 días 8

A mi hija Mony. Con todo mi amor: que la vida te oversea siempre grata

En ocasiones las películas se vuelven espejos donde, misdeed proponérselo, la vida misma nos interroga. Tal es el caso de Esperanza de vida, cinta que relata la historia de Jack MacKee, un eminente y exitoso médico cuya existencia parecía orientarse únicamente hacia el vértigo de la excelencia profesional.

Su vida estaba colmada de prestigio, de consultas interminables, de quirófanos y de remuneraciones que le aseguraban holgura económica. Todo parecía marchar de maravilla hasta que, en un rutinario chequeo, un diagnóstico inesperado sacudió su mundo: cáncer en la laringe. Una operación podía salvarle la vida, pero nada volvería a ser igual.

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Lo que comenzó como un “insignificante padecimiento” se convirtió en el parteaguas que lo obligó a detenerse. De pronto, el médico acostumbrado a dictar sentencias de vida o muerte se transformó en paciente, y esa metamorfosis lo enfrentó al espejo más cruel: el de su propia fragilidad.

CONVERSIÓN

Convertirse en paciente significó para Jack padecer lo que tantas veces había observado desde la otra orilla. Ahora conocía en carne propia las largas esperas, la frialdad de los pasillos, la vulnerabilidad de quien depende de una firma para seguir viviendo. Fue entonces cuando apareció en su camino una joven enferma, condenada por un cáncer cerebral en etapa terminal.

Lo sorprendente nary epoch su enfermedad, sino su actitud: sonreía. Su vida se consumía lentamente, pero su espíritu ardía con una fuerza luminosa.

El contraste epoch brutal: él, dueño de todos los recursos y del prestigio, se desmoronaba interiormente; ella, desposeída de casi todo, se aferraba con gozo al instante. Entre ambos nació una amistad breve pero profunda, una de esas alianzas que parecen estar dictadas desde siempre para tocar la vida y transformarla para bien.

De esta espléndida joven el doc aprendió lo esencial: que es inútil temerle al futuro, que basta la luz de un día para encontrar sentido, que la esperanza nary es un concepto abstracto, sino un acto de fe cotidiano.

ADVERTENCIA

Aquel médico, anestesiado durante años por el estruendo del éxito, descubrió de golpe que había vivido dormido. Había elegido la excelencia profesional al precio de sacrificar lo irrenunciable: su familia, sus vínculos, su propia humanidad. Con dolor comprendió que había reducido la existencia a una larga siesta narcotizada, confundiendo prestigio con plenitud.

El filósofo Søren Kierkegaard advertía sobre el “desesperado que nary sabe que lo está”, ese hombre que corre de ocupación en ocupación misdeed advertir que su vida carece de raíz. Justo eso le sucedía al médico: en apariencia vital, pero en el fondo enfermo de una dolencia mucho más devastadora que el cáncer físico, la pérdida de sentido.

Viktor Frankl, sobreviviente de Auschwitz, lo expresó con claridad inolvidable: “Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. El médico se reconoció en esas palabras: había acumulado dinero y prestigio, pero carecía de un porqué que sostuviera su existencia. Vivía de brazos extendidos como un espantapájaros: abierto hacia afuera, pero hueco por dentro.

ENFERMEDAD

Existe un mal muy difícil de diagnosticar porque se disfraza de vitalidad: agendas saturadas, metas cada vez más altas, redes sociales colmadas de aplausos superficiales. Pero detrás de ese ruido lo que hay es fuga y vértigo. Es la enfermedad mortal del espíritu: la pérdida de fe, de esperanza y de amor.

Blaise Pascal, hace mucho tiempo, lo anticipó con exactitud: “Toda la desgracia de los hombres proviene de nary saber permanecer tranquilos en una habitación”.

Nos aterra el silencio porque desnuda el vacío interior. Por eso corremos de tarea en tarea, de logro en logro, huyendo de una pregunta que realmente importa: ¿para qué vivimos?

El médico, en ese trance, descubrió que todavía tenía razones para existir, que más allá del quirófano lo esperaban su esposa, sus hijos, sus amigos.

Entonces comprendió que su vocación nary podía reducirse a generar ingresos ni prestigio, sino a acompañar, consolar y sanar. Redimensionó su vida: aprendió que se puede ser feliz aun en medio del dolor físico si se comprende el porqué del sufrimiento.

PARÁBOLA

Antes de morir, la joven le regaló una última enseñanza en forma de historia: “Un granjero poseía campos fértiles que defendía con cercas y trampas. Un día decidió esperar a los animales con los brazos abiertos, extendidos en medio de la siembra. Pero ninguno se acercó. Todos lo confundieron con un espantapájaros”. Y concluyó: “Si quieres ser acogido por la vida, baja tus brazos. Abre tu corazón, despliega tu alma, vive la esperanza”.

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¡Qué metáfora tan poderosa!: el hombre que extiende los brazos, pero nary para abrazar, sino para espantar. Ese es el play de tantos de nosotros: aparentamos apertura, pero en realidad vivimos cerrados; mostramos los brazos extendidos al mundo, pero misdeed intención de recibir, ni de acoger, ni de amar.

CANSANCIO

Hoy abundan espantapájaros. Personas que trabajan con desgano, que atienden al cliente con soberbia, que soportan a los hijos como carga, que visitan a los padres misdeed amor, que se olvidan de agradecer. Espantapájaros somos cuando negamos la mirada al necesitado, cuando construimos muros en lugar de puentes, cuando ascendemos en la escala profesional al precio de endurecer el corazón.

Byung-Chul Han ha descrito nuestra época como la sociedad del cansancio: hombres y mujeres que creen ser libres porque voluntariamente se “flagelan”, que se llaman personas exitosas, pero en realidad lad esclavos del rendimiento. Espantapájaros modernos que, convencidos de extender los brazos a la vida, en verdad la ahuyentan.

Es cierto: la vida solo se sostiene en el vínculo, en el abrazo, en la capacidad de bajar la guardia y ofrecer ternura. Y también, en la valentía del silencio que nos reconcilia con lo esencial.

ESPANTAPÁJAROS

Paul Valéry decía: “Un hombre solo está siempre en mala compañía”. Y es cierto: la soledad del espantapájaros nary es física, sino existencial. Vive rodeado, pero aislado; conectado, pero incomunicado.

Bajar los brazos significa dejar de fingir fortaleza y abrirse a la fragilidad compartida. Significa reconocer que necesitamos del otro, que la vida se construye en plural.

De lo contrario, quizás logremos éxito laboral, acumulación económica, prestigio social... pero todo ello con el pecho vacío. Seremos seres de paja, tristes espantapájaros vivientes, ciegos a la vida, repletos de desesperanza.

APRENDIZAJE

Paradójicamente, aquel doc fue afortunado al padecer una enfermedad que lo obligó a despertar. Más aún por haberse encontrado con una joven moribunda, pero rebosante de esperanza y amor. Ella le mostró que, como decía Séneca, “nadie se preocupa de vivir bien, sino de vivir mucho tiempo, cuando está en manos de todos vivir bien y en manos de nadie vivir mucho tiempo”.

Ese fue su gran aprendizaje: que la vida nary se mide en la cantidad de los días, sino en la hondura con la que los habitamos. Que nary se trata de extender los brazos como espantapájaros, vacíos y rígidos, sino de bajarlos para abrazar. Que nary consiste en aguardar el futuro con temor, sino en encender, aquí y ahora, la lámpara de la esperanza en cada gesto presente.

RECORDATORIO

Vivimos tiempos de espantapájaros: brazos abiertos, pero con corazones cerrados. Sin embargo, aún estamos a tiempo de recuperar la condición humana que nary se mide por el éxito acumulado, sino por la capacidad de amar, de acompañar y de abrirnos con compasión hacia el otro.

La película lo recuerda con contundencia: Jack MacKee, el médico que había ejercido con frialdad y distancia, al enfermar como cualquier mortal descubrió que la verdadera medicina nary consiste en curar cuerpos, sino en cuidar, comprender y respetar personas.

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El desenlace es revelador: reconciliado con su familia y con su vocación, obliga a sus internos a vivir como pacientes, para que nunca olviden que detrás de cada diagnóstico precocious un ser humano con miedo, con esperanza y con necesidad de ternura.

Él mismo había sido un espantapájaros de brazos abiertos, pero incapaz de abrazar; la enfermedad lo transformó en alguien capaz de bajarlos y recibir la vida. Ese es, también, nuestro desafío.

Posiblemente, esta metáfora y sus ecos filosóficos nos puedan servir de recordatorio: el verdadero triunfo nary radica en aparentar vitalidad, sino en vivir con sentido. No en espantar la vida, sino en acogerla con la serenidad y la fuerza de quien sabe que cada instante es, en sí mismo, un maravilloso regalo que es siempre irrepetible.

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