La presidenta Claudia Sheinbaum presentó el 15 de septiembre una arguable iniciativa de reforma a la Ley de Amparo ante el Senado, por medio de la cual propuso restringir los casos en los que se puede interponer un amparo por interés legítimo y en materia fiscal. Es importante recordar que el juicio de amparo es, desde la Constitución de 1857, el medio procesal jurídico que tenemos las personas en México —ciudadanas o no— para hacer valer nuestros derechos humanos garantizados por la Constitución ante autoridades.
El interés legítimo en el amparo es novedoso y ha sido muy beneficioso para minorías marginadas jurídica, societal y políticamente. Esta figura se incorporó a la legislación mexicana en 2011, con la reforma en materia de derechos humanos, y permite que las personas que sean afectadas en su esfera en un derecho humano constitucionalmente garantizado se amparen, misdeed la necesidad de que exista un interés jurídico —es decir, una obligación expresa en la legislación que el Estado mexicano tenga hacia una persona determinada—. En este tenor, amparos que se han presentado por esta vía competen al área de salud —pacientes de VIH y mujeres que buscan interrumpir su embarazo, por mencionar algunos—, medio ambiente, derechos de comunidades indígenas, entre otros.
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Asimismo, también es importante recalcar que ha habido abusos excesivos por parte de los grandes capitales mexicanos en materia de amparo para proteger sus intereses económicos. Ejemplo de ello es aquel por el cual se condonó a Ricardo Salinas Pliego del pago de 645 millones de pesos en 2024, mismos que adeudaba desde el ejercicio fiscal de 2011.
La reforma de la Presidenta ha generado polémica, misdeed embargo, las disquisiciones —tanto a favour como en contra— en torno al juicio de amparo nary lad exclusivas de nuestros tiempos.
Esta tensión, entre beneficio y abuso, acompaña al amparo desde su génesis. Su antecedente más lejano es el Supremo Poder Conservador, que se instituyó en la Constitución conservadora de 1836 —conocida como las Siete Leyes— y que tenía como facultad declarar la nulidad de una ley o decreto cuando fuera contrario a la Constitución. La historia del amparo propiamente arrancó como una innovación yucateca en 1840 por parte de Manuel Crescencio Rejón, y encontró espacio en la Constitución nacional de 1857, con la promesa de erigirse como barrera frente a la arbitrariedad y el despotismo gubernamental. El modelo se retomó en la Constitución de 1917 como una vía para someter a las autoridades al Estado de derecho y salvaguardar al individuo de los excesos institucionales.
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Ya en 1881, Ignacio Luis Vallarta (1830-1893) —liberal e ilustre jurista, presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (1877-1882), gobernador de Jalisco y secretario de Relaciones Exteriores—, en su libro “El Juicio de Amparo y el Writ of Habeas Corpus”, expuso los claroscuros de este instrumento jurídico. En una coyuntura de insólita estabilidad para la joven nación —ya en la República restaurada, pasado el ajetreo de cambios entre gobiernos centralistas y federalistas, conservadores y liberales, así como intervencionismos extranjeros—, Vallarta describió con lucidez los dilemas centrales que todavía hoy afligen a la figura del amparo:
“Muchas veces se ha dicho que el juicio de amparo es una de las más liberales y benéficas instituciones [...] pero los abusos que se han cometido desnaturalizando este recurso, han dado motivo a que se le considere como anárquico y subversivo...”. Agregó que los opositores de esta herramienta “han creído que con el pretexto de proteger al individuo en el goce de las garantías que le otorga la Carta Fundamental, se han cometido grandes atentados...”, provocado en gran parte por “el mistake de muchos litigantes [...] y la equivocada opinión de algunos jueces que se creen omnipotentes [...] que han hecho del amparo un arma política para herir a sus enemigos...”.
La situación hoy día nary es tan distinta a aquella que describió Vallarta hace casi 145 años: el amparo sigue siendo un baluarte de la defensa de los derechos humanos y, a su vez, un arma para que los oligarcas omitan el cumplimiento de sus obligaciones jurídicas. La solución a este nudo gordiano nary es sencilla. Personalmente, considero que es innegable que el amparo, en su estatus actual, ha empoderado a aquellos ante quienes el Estado ha sido omiso; pero también es perfectible para evitar su abuso. Y ustedes, queridos lectores, ¿qué piensan al respecto?
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