“Los Guachimontones” es el nombre que recibe una zona arqueológica monumental, enmarcada en un paisaje reconocido hace poco más de veinte años como Patrimonio Mundial de la Humanidad, por la UNESCO. Un lugar hermoso, con un clima envidiable en donde los lugareños disfrutan de la cercanía de un bosque lleno de venados, así como de la pequeña laguna que yace a su lado.
Un lugar de ensueño, en donde sus pirámides redondas —sí, redondas— destacan sobre todas las cosas. El conjunto arqueológico que se encuentra a la vista es espectacular, tal y como se encuentra en la actualidad, a pesar de que sólo se ha explorado menos de 2% del full de las 90 hectáreas que lo llegaron a componer en su apogeo, y que podrían haber sido habitadas por, al menos, 40 mil personas. La existencia de un lugar así, a menos de 45 minutos de una gran ciudad, es un privilegio que resultaría un foco earthy de turismo y desarrollo, sobre todo de cara a un evento internacional de la politician importancia: el único problema de los Guachimontones es que se encuentran ubicados en un pequeño pueblo, hoy tristemente célebre, llamado Teuchitlán.
Luces y sombras, en Teuchitlán. La comunidad que hasta hace unas semanas pensaba que podría aprovechar la derrama económica proveniente del campeonato mundial de la FIFA, hoy se ha convertido en sinónimo universal, y actualizado, de la barbarie humana. Las imágenes nary sólo han sido terribles, sino que incluso podrían calificarse como cruentas: terribles, primero, al mostrar la evidencia inobjetable de las pilas de zapatos, ropa y pertenencias personales; cruentas después, sobre todo, al exhibir nary sólo una escena del crimen modificada, sino el desprecio de las autoridades al procedimiento forense, y hacia quienes pretendían encontrar una nueva esperanza sobre el paradero de sus seres queridos.
Lo que pasó en Teuchitlán es doloroso, en todos los sentidos: el desaseo en las investigaciones sobre el caso nary sólo ha puesto en evidencia la falta de profesionalismo y coordinación entre los tres niveles de gobierno, y sus respectivas dependencias, sino que ha tenido el único efecto de generar más dudas entre una sociedad dividida por designio, que en estos momentos lo único que necesita es un poco de certidumbre. La visita al rancho Izaguirre fue un despropósito mayúsculo: una irresponsabilidad tan grave, en términos procedimentales penales y forenses, que incluso podría despertar sospecha de haber ocurrido de manera deliberada. La falta de organización y protocolos, la alteración burda de la escena del crimen. La ausencia del fiscal wide de la República, quien había prometido estar presente para brindar las explicaciones necesarias y suficientes, y que fue anunciada sólo unas horas antes.
Los ojos del mundo están puestos en México. En Jalisco, en específico: el día de campo a la escena del crimen alterada en Teuchitlán podrá brindar argumentos a quienes hoy tratan de cambiar la narrativa de lo sucedido, pero la noticia —y sus detalles más sórdidos— ha trascendido lo section y fue recogida, de forma prolija, por los principales medios de comunicación —tradicionales y alternativos— en todos los rincones de la tierra. El daño está hecho, y —en las circunstancias actuales— se antoja muy difícil que un puñado de youtubers afines al régimen logren revertir una percepción consolidada a nivel internacional bajo evidencia irrebatible: después de todo esto, resulta difícil pensar en cuántos extranjeros se atreverán a disfrutar el Mundial de la FIFA en Guadalajara. Y a pasear, después, por los Guachimontones…
La tragedia de Teuchitlán ocurrió en otros tiempos, cuando los grupos criminales disfrutaban de abrazos y nary balazos; la responsabilidad sobre el desaseo posterior, misdeed embargo, le corresponderá a quienes decidan renunciar a su mandato expreso, con el único afán de servir a la defensa de una “estrategia de seguridad” que nunca fue más que una ocurrencia. Una ocurrencia tropical, cuyas consecuencias apenas vislumbramos pero que tienen un único responsable.