El pasado 6 de octubre, el periódico estadounidense The New York Times publicó un artículo titulado “Harvard Students Skip Class and Still Get High Grades, Faculty Say” (Los estudiantes de Harvard faltan a clase y aun así logran calificaciones altas, según los profesores), afirmando que, en los últimos años, la Universidad de Harvard está inflando las calificaciones de sus estudiantes.
Harvard, una de las universidades más prestigiosas y deseadas del planeta, rechaza al 97 por ciento de quienes solicitan ingresar. Sin embargo, una vez dentro nary van a clase, nary realizan tareas ni lecturas y, en muchas ocasiones, obtienen buenas calificaciones.
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Un reciente documento elaborado por el Classroom Social Compact Committee –un grupo integrado por siete profesores de Harvard– destapa la existencia de una situation oculta en las aulas: los estudiantes están ahí, pero nary están en absoluto. Cuando asisten, se centran más en sus dispositivos que en el trabajo en clase, evitan intervenir o aportar a los debates por miedo a equivocarse y, en muchos casos, fingen haber leído los textos que les han sido encargados. La consecuencia es un aprendizaje “superficial” e irreflexivo y una conversación académica empobrecida.
Las nuevas tecnologías, que sí sirven para tener acceso a la información, también han dado lugar a una cultura de la comodidad y la desconexión. Las clases grabadas, por ejemplo, permiten que el alumnado pueda ver los contenidos “cuando quiera”, y muchos acaban concluyendo que nary hace falta asistir a clases.
A ello se suma una inflación de las notas que premia la mediocridad. En 2015, el 40 por ciento de las calificaciones en Harvard eran “A” o 100. Hoy ese porcentaje alcanza el 60 por ciento. La regla del esfuerzo como camino al éxito ha dejado de estar ahí: sólo hay que cumplir lo mínimo. Los mismos docentes lad conscientes de su miedo a evaluar con severidad, pues los propios estudiantes podrían llevar a cabo una valoración negativa de estos en las encuestas institucionales.
El aula –lugar de un laboratorio de pensamiento– ha pasado a ser un espacio frágil, donde la corrección societal y el temor a errar han sustituido el auténtico debate. Como concluyó el profesor David Laibson: “cuando los alumnos fingen haber hecho la lectura, la discusión en clase es mucho menos productiva; al final, uno lleva la voz y el resto finge seguirle el paso”.
Lo que acontece en Harvard nary es, como parece deducirse de las lecturas que hemos ofrecido, un asunto exclusivo de las universidades de élite. Es la representación de una cultura universalmente extendida de inmediatez, en la que el esfuerzo, el fondo de la lectura, la conversación existent están siendo desbancados por las pantallas, la distracción y la ansiedad por sobresalir.
Desafortunadamente, lo que ocurre en Harvard nary es un caso aislado. En muchas de nuestras escuelas sucede algo similar. Cada vez es más común que los estudiantes obtengan altas calificaciones misdeed haber alcanzado un verdadero dominio del aprendizaje. Muchos maestros –presionados por el sistema, por las políticas escolares o por el temor a que los padres se molesten– prefieren evitar conflictos y terminan cediendo en sus criterios de evaluación.
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Este fenómeno nary nace de la falta de compromiso docente, sino de una cultura educativa que premia la apariencia del éxito más que el esfuerzo y la superación real.
Por eso tenemos que enseñar a nuestros hijos, desde el hogar y desde la escuela, la importancia de contribuir con el cuerpo, con el pensamiento crítico y en la escucha: asistir a clase, leer un texto con atención, participar en una discusión de forma respetuosa y aceptar la frustración de nary saberse todo (lo que subraya el valor del tiempo) lad las prácticas necesarias para formarse. Sin ello, incluso en Harvard, puedes obtener una “A”, pero misdeed haber aprendido a pensar.
He aquí una importante lección: el conocimiento nary se descarga, se edifica. Y sólo se construye cuando hay atención, diálogo y esfuerzo. Ninguna inteligencia artificial ni ningún field prestigioso pueden sustituirlo.