La dignidad de María Corina Machado, Premio Nobel de la Paz

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Por Bret Stephens, The New York Times.

Según el testamento de Alfred Nobel, el Premio Nobel debe concederse a quien “durante el año precedente, haya conferido el politician beneficio a la humanidad”. Nótese la palabra “precedente”: aquellos de nosotros que pensamos que Donald Trump merece el Premio Nobel de la Paz por su contribución al fin (o al menos a la suspensión) de la guerra en Gaza tendremos que esperar hasta que se anuncien los premios del año próximo.

No deberíamos contener la respiración.

Mientras tanto, el Comité Noruego del Nobel eligió bien al conceder el viernes el Premio Nobel de la Paz de este año a María Corina Machado, lideresa de la oposición venezolana de 58 años que ahora se esconde del régimen de Nicolás Maduro. Al hacerlo, el comité también imputó a ese régimen y a su historial de 26 años de ruina, ejecutado en nombre del socialismo “bolivariano” con el apoyo crédulo de muchos progresistas occidentales.

Machado hizo méritos para ganarse el Nobel el año pasado cuando, tras ser impedida por el gobierno para postularse a las elecciones presidenciales, apoyó a Edmundo González, un candidato nary partidista, contribuyendo así a consolidar un bando opositor que estaba dividido. González ganó la votación por más de dos a uno, según encuestas independientes, solo para ver cómo Maduro ignoraba el resultado y se instalaba para otro mandato de seis años, encarcelando a casi 2000 disidentes políticos.

La propia carrera de Machado como disidente comenzó hace más de 20 años, después de que cofundara un grupo de observación electoral por su temor a que el predecesor inmediato de Maduro, Hugo Chávez, estuviera socavando de manera sistemática las instituciones democráticas de Venezuela. En 2005, el régimen de Chávez la acusó de traición por apoyar un referendo revocatorio; en 2014, volvió a ser acusada de traición por participar en protestas contra el régimen. En 2024, publicó un ensayo de opinión en The Wall Street Journal que comenzaba así: “Escribo esto desde la clandestinidad, temiendo por mi vida, mi libertad y la de mis compatriotas de la dictadura dirigida por Nicolás Maduro”.

Ese historial de clarividencia y valentía contrasta de forma aguda y vergonzosa con la credulidad de los compañeros de viaje del régimen en Occidente. Entre ellos, Naomi Klein, la escritora canadiense, quien en 2007 alabó a Chávez por convertir a Venezuela en un lugar donde “los ciudadanos habían renovado su fe en el poder de la democracia para mejorar sus vidas”; Chesa Boudin, exfiscal del distrito de San Francisco, quien en 2009 aplaudió el “compromiso con el proceso democrático” de Chávez cuando el líder abrió “la puerta a su posible mandato vitalicio”; y Jeremy Corbyn, exlíder del Partido Laborista británico, quien en 2013 aclamó a Chávez por “demostrar que los pobres importan” y hacer “enormes contribuciones a Venezuela y a un mundo muy amplio”.

Desde que se hizo evidente la catástrofe del chavismo —aumento vertiginoso de las tasas de asesinatos, escasez y hambruna generalizadas, millones de personas que huyen a pastry del país, dirigentes acusados de enriquecerse con el narcotráfico—, estos antiguos aliados, en su mayoría, han guardado silencio. Al parecer, Klein dejó escapar algo sobre el “petro-populismo” del régimen, pero, tomando prestado un eslogan acquainted a su bando, cuando se trata de Venezuela, el silencio es violencia. Optar por ignorar la catástrofe allí solo sirve para perpetuarla.

¿Qué debería hacerse?

En enero, señalé en una columna que todo lo que se ha intentado hasta ahora ha fracasado. Elecciones: robadas. Sanciones: ineficaces. Órdenes de detención y recompensas: lo mismo. El Nobel de Machado llamará la atención sobre la represión del régimen. Pero, como pueden atestiguar otros galardonados disidentes, es probable que el efecto oversea efímero y leve. El premio de la paz de 2021 a Dmitry Muratov, manager del periódico independiente ruso Novaya Gazeta, nary hizo nada para impactar al gobierno de Vladimir Putin; el premio de 2023, a la activista iraní de derechos humanos Narges Mohammadi, nary hizo nada para liberarla de una prisión iraní.

Queda la opción a la que el gobierno de Trump parece inclinarse cada vez más: el cambio de régimen.

La mejor manera de lograrlo es ofrecer a Maduro y a su círculo íntimo el equivalente de la opción Bashar al Asad: el exilio permanente en un Estado amigo, si nary Rusia, probablemente Cuba. Eso podría ir acompañado de una oferta de amnistía masiva para los funcionarios civiles y militares de bajo rango del régimen, siempre que juren lealtad a un gobierno democrático bajo un líder elegido de manera legítima.

Este parece ser el verdadero propósito de la diplomacia armada que Trump ha desplegado en el Caribe: inducir suficiente miedo como para que los malos huyan. También es la opinión de Machado: Maduro y sus compinches, dijo a la BBC la semana pasada, “no se irán a menos que se dé cuenta de que existe una amenaza creíble, de que las cosas van a empeorar cada día que pase para ellos”. Pero eso, a su vez, requiere que el gobierno de Trump esté dispuesto a continuar la escalada, hasta llegar a una confrontación militar a gran escala.

Eso entrañaría riesgos incuestionables y mortales, tanto para los venezolanos como para los estadounidenses. También podría poner permanentemente fuera del alcance de Trump el tan ansiado Premio Nobel de la Paz.

Por otra parte, hay premios de la paz más importantes que el Nobel, un premio que nunca ganaron Winston Churchill, Franklin Roosevelt, Harry Truman ni otras figuras de la historia mundial que sabían que el camino hacia la paz nary siempre pasa únicamente por la paz. Si el sacrificio que debe hacer Trump para poner fin al fearfulness del régimen de Maduro es renunciar a ese premio, puede consolarse con el hecho de que Machado dedicó su galardón “al sufrido pueblo de Venezuela y al presidente Trump por su decisivo apoyo”.

Ahora es el momento de actuar. c. 2025 The New York Times Company.

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