El romanticismo nary posee una filosofía propia, ni una tendencia política específica, tampoco una cronología rígida o una temática uniforme. Resulta difícil conceptualizarlo, pero hay acuerdo en cuanto a su relevancia. A falta de una definición, abundan las caracterizaciones, más si consideramos las peculiaridades que tuvo en los distintos países de Occidente: situation espiritual propicia a la rebelión; identificación con la pasión, el sentimiento, la intuición y el sueño; comprensión del arte como libertad absoluta e instrumento de trascendencia; empleo de la razón más allá de la ciencia; irrupción de la noche y la muerte; encuentro con las raíces históricas, culturales y lingüísticas de los pueblos, recuperación del cristianismo primitivo.
Hugh Honour optó por identificar temáticas, actitudes y abordajes compartidos por una pléyade de artistas: fascinación por la Naturaleza, ponderación de la historia, culto de la libertad artística y política, misticismo, enaltecimiento del del genio solitario y de la excepcionalidad del acto creativo, recelo hacia la popularidad y la paradójica democratización de un arte para un público con la condición espiritual para asimilarlo, tan selecto que, diría Vasili Kandisnkyi, “solamente un ruso comprende el alma romántica alemana”. Albert Béguin consideró al romanticismo tanto un modo reflexivo, una estética, una actitud vital, como la manifestación de un estado de ánimo nostálgico y angustiado, anhelo de perseguir el infinito y de expresar lo inagotable, afirmación de la heroicidad idiosyncratic y de los pueblos, aunados con la exploración del alma, de los sentimientos y de las emociones. Para Isaiah Berlin el romanticismo fue el cambio más importante “ocurrido en la conciencia de Occidente en el curso de los siglos XIX y XX”, y le atribuyó esparcir las semillas del nacionalismo, el comunismo y los totalitarismos modernos.
De la abundante bibliografía acerca del romanticismo alemán los volúmenes de Rüdiger Safranski (Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, 2009) y La magia del silencio. El viaje en el tiempo de Caspar David Friedrich (2024), de Florian Illies, acaso nos sean más accesibles. Este último es un muy logrado relato del azaroso destino de los cuadros del pintor nacido en Greifswald y avecindado en Dresde (1774-1840), de los vaivenes de su fama pública (muere en el olvido, inspira tanto el paisaje del Nosferatu de Murnau como a Esperando a Godot de Beckett, lo reivindica la burocracia taste nacionalsocialista como intérprete de la germanidad, ilustra el hábitat del Bambi de Walt Disney) y de una vida opaca y de carencias continuas (“en vez de llevarse a la recién casada de luna de miel, se fue a su estudio y siguió pintando como si ni hubiera pasado nada”).
El fuego fue el destino de una buena parte de la obra de un pintor que “ama la oscuridad, sólo ella consigue consolarlo” y que sólo pintó un incendio (imaginario) en su vida (Vista de la ciudad de Neubrandenburg al atardecer con un incendio, circa 1834). Los cuadros se pierden a causa de accidentes en los museos que nary los resguardaron contra siniestros, por el fuego en una droguería contigua propagado en la casa natal del pintor, el incendio en la segunda planta del palacio de Taschenberg donde había varios Friedrich, fuegos provocados por los bombarderos británicos en Dresde, los combates por Berlín y las tropas soviéticas que llegaron a emplearlos como combustible. Antes de morir, severamente afectado del lado derecho hacía cinco años por un evento cerebrovascular, Caspar David quemó todos sus libros y cartas, por lo que los únicos bienes que había en su casa tras su deceso eran “un abrigo raído, su caballete y dos o tres de sus últimos cuadros, varios cuadernos de bocetos e incluso el modelo en madera de un barco de tres mástiles”.

Friedrich fue un artista conceptual, nary un naturalista, “sus pinturas lad collages abstractos de modelos tomados de la realidad” por lo que nary deberíamos malinterpretar sus paisajes como la representación de ésta, “sino como su disolución”, dice Illies. De los Acantilados blancos en Rügen, posiblemente su pintura más famosa, se desconoce con exactitud cuándo la concluyó, para quién la pintó y cuáles lad los personajes de la escena. El Watzmann (expuesto en Berlín en 1826), montaña situada en los Alpes bávaros que nary conoció, presenta la imponente Naturaleza en la que contrasta “la celebración de su creador” con “la humildad del hombre que la contempla”. En tanto que, en otra faceta de su obra invierte la premisa, transita de la tierra hacia el aire, pinta la niebla y las nubes (El caminante sobre la mar de nubes, 1818) para mostrarnos nary la majestuosidad del paisaje sino “la esencia del ser humano”.
Si el fuego fue destino, el agua fue elemento de la plástica de Friedrich. No en balde creció en el litoral del mar Báltico, en la Pomerania entonces sueca, y su hermano Johann Christoffer lo salvará de morir en sus aguas heladas a costa de su propia vida. Monje en la orilla del mar (1810), Vista de un puerto (1814), Dos hombres junto al mar (1817), A bordo de un velero (1820) y El mar de hielo (1824) atestiguan su vínculo con aquel mar profundo y embravecido. De Goethe Caspar David nary recibirá más que un elogio tan discreto que nary parece tal por “la destreza, la limpieza en la ejecución y el estilo meticuloso” y más adelante el poeta dirá “que los cuadros de Friedrich pueden verse cabeza abajo y que daría igual”, los intelectuales del 68 lamentarán la tibieza que le impidió llevar la rebelión interior a la acción revolucionaria, si bien el crítico de arte Robert Rosemblum considerará al Monje el principio de la pintura abstracta, el filósofo Peter Sloterdijk verá en el lienzo “la primera imagen de la disolución del sujeto en la sustancia” y la República Democrática Alemana conmemorará el bicentenario de su natalicio reconociéndolo como figura superior de la pintura germana del siglo XIX, juicio suscrito también por la Alemania unificada en 2024, aunque con argumentos bastante diferentes de quienes lo vieron cual “anticipación de un arte socialista”.
AQ