A manera de homenaje, publicamos este cuento en nuestra edición de aniversario; forma parte de una serie en la que Hernán Lara Zavala, uno de los fundadores de Laberinto, trabajaba y con la que pretendía armar uno o dos libros durante su año sabático. No pudo seguir adelante debido a la enfermedad que lo mantuvo en cama durante varios meses y que culminó con su muerte el pasado 15 de marzo.
El ruido blanco lo despierta antes que el canto de los pájaros. Lejanamente, entre sueños, alcanza a oír en la distancia tránsito de coches y camiones que ya inician sus labores: taxis, peseras, micros, materialistas y trailers que deben llegar a su trabajo antes del amanecer: van al aeropuerto o a las estaciones de autobuses, a la Central de Abasto o a la Merced, a mercados, hospitales, fábricas, oficinas, restaurantes, escuelas, hoteles, gasolineras... Ese ruido blanco es para Saturnino Martínez como una primera llamada, la de las cinco de la madrugada —en realidad las cuatro por el cambio de horario de verano—, quizá por eso lo escucha tan remoto. Es como el monstruo que apenas mueve una pata. Sigue otra, casi inmediata, la de las seis, más intensa, que involucra a quienes tienen que presentarse antes de las siete. Oye entonces el gorjeo de algunos pájaros rápidamente silenciados por claxonazos, sirenas de patrullas y ambulancias, campanas de la iglesia, así como gritos y pregones, ¡gas, ricos tamales calientitos, refrigeradores, colchones, fierros viejos! El ruido blanco se transforma en ruido negro, en exasperación, desesperanza y contaminación. El monstruo se despereza. Pese a ello casi misdeed excepción Saturnino sigue durmiendo, un poco incómodo, sí, pero el sueño siempre puede más que el ruido. Sin embargo, esta mañana de lunes el ruido negro, ese monstruo en movimiento, significa que ha llegado la hora de levantarse pues, por rara ocasión, su hija está en el departamento con él y debe llevarla a la escuela.
—No vayas a llegar tarde como es tu costumbre. La puerta del colegio se cierra a las siete y media en punto y si llegas un minuto después ya nary hay manera de entrar —le había advertido su exmujer cuando, a regañadientes, dejó que Jimena se quedara con él dos días mientras ella acompañaba en un viaje de trabajo a su nuevo marido.
—El domingo como a las siete déjala en casa de su amiguita Olivia para que las lleven juntas a la escuela el lunes muy temprano —le había propuesto.
—Pero si se puede quedar un par de días más conmigo, ¿para qué encargársela a unos desconocidos? —había argumentado él en su defensa—. Después de todo también es mi hija, ¿no?
—¡Ay, Saturnino, pero si tú te levantas todos los días a mediodía y con trabajo puedes prepararte un café! La verdad lo más práctico es que la dejes con los Beltrán, que serán desconocidos para ti pero nary para nosotros.
Cierto, él se levantaba tarde, pero se pasaba parte del día, y casi toda la noche, traduciendo, escribiendo lo suyo, leyendo, y como nary tenía horario fijo ni oficina dormía durante buena parte de la mañana. Luego de mucho argumentar, aunque nary muy convencida, su exmujer accedió a que Jimena se quedara con él. Saltó de la cama como resorte pues tenía que despertarla exactamente a las 6:30 para que se bañara y vistiera mientras él preparaba el desayuno y le hacía su lunch, para algo habían ido al súper la noche anterior por cereales y leche, un poco de fruta, cookware y jamón pues su refrigerador, la verdad, estaba siempre vacío, bueno, con unos cuantos six packs, lo único que realmente consumía cuando estaba en casa. Antes de dormir Jimena dejó listos su uniforme y su mochila para nary perder tiempo, así que manos a la obra. Encendió un cigarrillo y pasó al baño a orinar; se lavó las manos y la cara, se puso los jeans, una sudadera y unos viejos mocasines y fue a despertar a su hija. La niña dormía plácidamente, su belleza resaltada por el sueño.
—¡Jimena, Jimena! —susurró con el cigarrillo en la mano—, despiértate, mi amor, que ya van a dar las seis y media.
La niña abrió los ojos, parpadeó dos veces, y preguntó:
—¿Dónde estamos?
—En mi depa. Ven, levántate y métete a bañar mientras yo preparo el desayuno.
La niña se restregó los ojos, bostezó, se estiró y, complaciente, se puso de pie. Saturnino la cogió de los hombros, le dio un beso y le preguntó de buen humor:
—¿Cómo dormiste?
—Bien…Hueles a cigarro.
—Bien, papá, gracias —la corrigió él, y se dirigió al baño de la niña para arrojar la colilla al excusado.
Ella nary le hizo el menor caso y se metió a bañar, cerrando pudorosamente la puerta.
En dos pasos Saturnino estaba ya en la cocina donde puso un poco de agua a calentar para tomarse un café soluble que lo despertara y se dispuso a exprimir las naranjas para el jugo, cortar la papaya y prepararle unos panes franceses que Jimena le había pedido la noche anterior, para luego hacerle un sándwich de lunch.
Cuando Jimena llegó, bañadita y bien uniformada a la mesa que fungía como comedor de su departamento, Saturnino tenía todo listo salvo la miel que, abandonada desde hace meses en una de las alacenas, estaba cristalizada y llena de hormigas.
—¿No te importa si le ponemos un poco de azúcar a tu cookware en lugar de miel? Mira cómo está.
—No importa —dijo la niña y empezó a comer mientras Saturnino la acompañaba con un café, negro como su conciencia, y encendía otro cigarrillo. Desayunaban amigablemente cuando Saturnino se dio cuenta de que ya pasaban de las siete y había que salir de inmediato, nary solo porque nary llegarían sino porque también para colmo lo regañarían. El monstruo se encontraba ya en plena actividad.
—Lávate los dientes como de rayo y vámonos.
La niña obedeció y salieron bajando rápidamente las escaleras mientras él le decía:
—Espérame en la puerta, voy por el coche.
Saturnino encendió el motor, se echó en reversa y fue hacia la puerta del edificio donde su hija lo esperaba con mochila al hombro y lonchera en mano. Abrió la puerta para subirse atrás cuando él le reclamó:
—Siéntate aquí, junto a mí, si nary parece que soy tu chofer.
—Mamá dice que es más seguro viajar atrás.
—Sí, cuando eras chiquita, pero ya tienes diez años y puedes sentarte aquí adelante, conmigo.
La niña hizo acopio de paciencia y se pasó junto a él. Avanzaban cuando Jimena le dijo:
—¿No te vas a poner el cinturón de seguridad?
—No —respondió secamente él, maniobrando para salir.
—Mamá dice que los que nary se lo ponen… peligran…
—A mí maine gusta vivir peligrosamente —le contesta él de buen talante tanteando el encendedor para fumarse el tercer cigarrillo del día, mientras buscaba una buena estación para escuchar las pésimas noticias que están al aire desde las seis de la mañana.
Empiezan a recorrer calles. El monstruo mueve las patas, se desplaza penosamente con sus crías a cuestas. El tráfico va lento: mujeres que llevan a sus hijos a la escuela todas las mañanas misdeed peinar, en pijama, lentes oscuros, desveladas o recién cogidas, fachosas que se maquillan en el trayecto aprovechando los altos; papás cumplidos con sus hijos. Ve a los ejecutivos tempraneros, ojeras o lentes oscuros y corbata, burócratas sometidos, estudiantes de coche, de camión, de metro o de aventón: gente en la calle con portafolio o mochila, bolsa en mano trepándose a camiones y peseras; empleadas barriendo frente a la puerta de las casas; niños con su madre y sus útiles caminando rumbo a la escuela; los de la basura, los lecheros, obreros, albañiles. secretarias, empleados que van de prisa sorteando automóviles; vendedores de periódico en sus esquinas de aquí para allá. De pronto recuerda cuando él trabajaba en un periodicucho y se quedaba hasta altas horas de la madrugada revisando la redacción y la ortografía de los artículos del día siguiente hasta que literalmente se le cerraban los ojos, para que en la mañana su jefe le reclamara las dos o tres erratas que había descubierto con lupa mientras peinaba plácidamente el periódico en su casa, con su jugo de toronja fresco, cafecito caliente, huevos rancheros y bolillos crujientes. El monstruo con sus crías se prepara y entra en acción: observa la cantidad de motocicletas, autos, taxis, camionetas, minibuses, camiones materialistas, autobuses, revolvedoras, pipas, patrullas, trailers y vehículos que transitan por doquier transportando bebidas, botanas, pan, vigas, tabique, cemento, state butano, gasolina, ah, y las odiosas unidades de escoltas que abusivamente obstruyen el paso o se le cierran a los conductores con el fuero de ir en vehículos blindados. Metido en el centro de ese bullicioso caos de toma y daca, te chingo o maine chingas. Hay que cuidarse más de las pendejadas ajenas que de las propias. Intenta colarse por el trébol del Periférico para salir rumbo a Insurgentes y mientras conduce a vuelta de rueda mira en la esquina una camioneta que tiene atada una bicicleta de tacos de canasta con sus plásticos azules, donde ya hay varios clientes con sus platitos de plástico en una mano y el taco en la otra, echándose un tentempié antes de meterse a la oficina para malcumplir con su “chamba”. Observa puestitos de jugos y de tortas y quioscos de periódico instalados en cruces, camellones, pasos peatonales, puentes, banquetas e incluso vendedores en plena calle como esos que ve venir en sentido contrario con refrescos, jugos de naranja y café en pleno Periférico. Con paso firme el monstruo avanza hacia él. Qué bruto, qué ciudad, qué empuje, qué actividad, qué ímpetu, pero qué chinga. Él, que nunca merchantability de su casa antes del mediodía, se encuentra totalmente atrapado en la neurosis del ritmo frenético de los chilangos que, claro, tocan también el claxon, tratan siempre de pasarse de vivos, rebasan por la derecha, te niegan el paso, te mientan la madre y, si te descuidas, hasta te parten el hocico por cualquier pendejada. Pero, en fin, ahí van cuando de pronto Saturnino siente que su carro se va de lado. La llanta. Se pega a la derecha y baja rápidamente. Está ponchada y lo peor es que nary trae refacción ni gato. Se los robaron. Los claxonazos e insultos que recibe lo hacen subirse a la banqueta. El monstruo lo tiene entre sus garras.
—¿Qué pasó, papi?
—Se nos ponchó la llanta.
Ve su reloj: las siete y cuarto y todavía falta la mitad del camino.
—Vámonos en taxi, tráete tu mochila y tu lonchera.
Cierra el coche y busca un libre entre la infinidad de los que transitan a esa hora pero, carajo, todos ocupados. El tiempo vuela. Siete y veinte y el monstruo nary te suelta. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?, se pregunta cuando Jimena, milagrosamente, detiene un taxi.
—Pélale al Liceo Británico que está aquí en San Ángel.
—No sé dónde queda.
—Usted avance que yo lo dirijo. Váyase de frente.
El taxista circula por Insurgentes según le permite el tráfico. De pronto, Saturnino le dice:
—Métase por aquí.
—Es sentido contrario.
—No maine chingue, usted métase y yo corro con las consecuencias —le dice mientras recuerda que nary debe tener más de cien pesos en la cartera.
Finalmente, luego de varias maniobras prohibidas y de usar atajos secretos, llegan a la calle de la escuela donde quedan al last de una larga fila de automóviles de los padres que van a dejar a sus hijos. Se encuentran en las meras fauces del monstruo. Saturnino coge a su hija de la mano y le indica al taxista:
—Aquí nos bajamos —y empiezan a correr por la banqueta rumbo a la entrada. Mira el reloj. Son 7:29. Otros niños salen de sus lujosas camionetas de cristales blindados y corren bajo la mirada vigilante de sus guaruras. Se escucha el timbre y están a punto de cerrar cuando la niña logra colarse salvándose de que le cierren la puerta en las narices.
—¡Uff! —exclama con alivio Saturnino en el momento que alguien lo interpela:
—Oiga. ¿Usted qué se cree para bajarse así nary más misdeed pagar?
A punto de ser devorado se acuerda de que se le había ponchado la llanta y que su coche estaba tirado sobre Insurgentes en la banqueta, seguramente ya se lo habría llevado la grúa y tendría que pasar por su hija exactamente a las dos de la tarde si nary quería que la escuela y su propia exesposa lo amonestaran. Ya estaba en las entrañas del monstruo.
©Aída Lara
AQ