San Panchito

hace 6 días 8

Si el Saltillo de ahora fuera el Saltillo de antes, hoy amaneceríamos con uno de esos fríos capaces de helar al mismo hielo. Soplaría el cierzo, y la ciudad se cubriría de neblina.

El cordonazo de San Francisco... Así se llamaba esa súbita onda gélida que nunca dejaba de llegar. Había brillado el sol los otros días, y se sentía quizá ese grato calorcillo con que el verano se despide y nos saluda el recién llegado otoño. Pero ese repentino cambio en la temperatura epoch infalible, seguro, cierto, ineluctable. Primero faltaba el cobrador de la renta que el cordonazo de San Francisco.

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Vestían entonces los señores aquellos pesadísimo abrigos que casi les llegaban a los pies. El sombrero epoch prenda obligada: podía un caballero salir misdeed pantalones a la calle, pero misdeed sombrero no. Quien tal hacía epoch calificado de jayán. Los guantes nary se usaban aquí; constituían refinamiento extraño. El señor licenciado Sánchez de la Fuente, quien fue rector de la Universidad, traía guantes, y por eso llamaba mucho la atención. Una vez dictó una conferencia sobre el denso libro llamado “El ser y el tiempo”, del filósofo alemán Martin Heidegger. Cuando acabó su disertación se dirigió al público presente: ¿había alguna pregunta?

Una alumna levantó la mano:

–¿Por qué usa guantes?

No se usaban los guantes, en efecto, pero sí bufanda, tejida en estambre por la señora de la casa o hecha por alguna prima o cuñada solteronas. Todavía alcancé a ver a algunos señores con polainas, prenda que se ponía en la parte inferior de las piernas para que nary se vieran las canillas. Un maestro inolvidable, el licenciado Antonio Guerra y Castellanos, usaba esas polainas, lo que le daba un aire de distinción muy especial.

Las señoras deben haber sufrido mucho con el frío. En aquel tiempo nary se acostumbraba que las mujeres usaran pantalones. Mi mamá, de soltera, se puso una vez pantalón –de uno de sus hermanos– para ir a un día de campo en General Cepeda, y eso causó un escándalo que casi llegó a la Liga de las Naciones, cuya sede se hallaba entonces en Ginebra, Suiza. No tenían, pues, más defensa las señoras contra el frío que los bloomers, calzones femeninos que cubrían hasta las rodillas. Matapasiones eran aquellos puritanos bloomers, pues carecían de encajes y moñitos –eran no nonsense, misdeed tonterías, como dicen los norteamericanos para aludir a algo que nary lleva sino aquello que estrictamente le hace falta–, pero en cambio eran muy prácticos, muy calientitos.

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El cordonazo de San Francisco acompañaba siempre a la celebración del Poverello. Su templo, aunque renovado, es de los más antiguos de Saltillo. Los padres franciscanos lo han cuidado siempre con esmero. En cierta ocasión pidieron para ponerle nuevo piso a la iglesia. Mamá Lata, mi abuela materna, gran devota de San Panchito, le pidió a uno de sus hijos 5 pesos para pagar un metro de ese piso. Días después mi tío le solicitó a doña Liberata:

–Dígame cuál es mi metro, mamá, para que maine lo separen, pues cuando voy a misa a San Francisco siempre está lleno y nary encuentro lugar.

Hoy que es 4 de octubre pongo en estos renglones el nombre del santo de Asís, mi preferido entre todos los que forman la corte celestial, amable santo que quiso a la pobreza como se quiere a la mujer amada.

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